Iñaki Bea fue ferretero, fontanero, jugador, ojeador y ahora ayudante de Mendilibar

Tres días a la semana, Iñaki Bea (Amurrio; 38 años) se entrenaba con Villa, Ibisevic y Götze, entre otros. Pero al acabar la sesión, los jugadores se quitaban la camiseta del ídolo y se echaban el cigarrillo a la boca para luego beberse alguna que otra cerveza. “Caí en manos de un representante que me llevó a un equipo de quinta alemana, que me ofreció luego una salida como director deportivo. Era terrible por más camiseta famosa que llevaras puesta”, reconoce Bea. Por lo que dejó el fútbol. Pero no lo abandonó, toda vez que ahora, tras dar unas cuantas vueltas como siempre hizo, ejerce en el Eibar de escudero de Mendilibar.

Curtido en campos de tierra, incluso en Tercera cuando jugaba con el Amorebieta, Bea nunca pensó que podría vivir del balón. Tampoco su padre, que le obligó a trabajar en una ferretería y después de fontanero. “Pero cuando le pedí irme y probar fortuna, me aseguró que siempre tendría cama y plato en casa”, explica. Hizo las maletas para ir al Ciudad de Murcia, donde al año siguiente se topó con Juanma Lillo, segundo de Sampaoli. “En una habitación de hotel me dijo a la cara que no contaba conmigo. Entonces me dolió la leche, pero ahora valoro que fuera sincero”, resuelve Bea, que se lo encontró hace unos meses en Ipurua y recordaron el capítulo sin acritud. No fue, en cualquier caso, el único entrenador reconocido que pasó por su carrera; en el Lorca, su siguiente club, compartió habitación con Unai Emery. “Llegó como extremo pero lo reconvirtieron a lateral izquierdo”, cuenta; “había pasado una mononucleosis y no estaba muy fino, por lo que le animé a dar el paso a entrenador porque lo llevaba en la sangre”. Precisamente, Emery le llamó en 2006 para jugar en el Almería, pero Iñaki ya había dado el sí al Valladolid y, de paso, a José Luis Mendilibar.

“Mendi era mi vecino, pero nuestra relación no era demasiado estrecha. Era cercano, sí, pero también me echaba buenas broncas porque es muy exigente”, recuerda Bea, que fue titular en un curso y en los otros dos no pasó de actor secundario. Así que aprovechó para sacarse el primer nivel de técnico. Se marchó al Real Murcia —“el peor año de mi vida porque el club estaba dejado de la mano de Dios”, apunta— y de ahí emigró al extranjero porque quería conocer mundo. Y se decantó por el Wacker Innsbruck austríaco. “Aprendí alemán y reforcé mi idea de fútbol porque el técnico exigía que ordenara el sistema defensivo del equipo”, cuenta. Pero tenía demasiado tiempo libre y pocas aficiones. “Era un parásito social”, dice; “solo me interesaba el idioma y el balón, aunque con el tiempo me entró el gusanillo por la historia, por la Segunda Guerra Mundial”. Y por Twitter porque sonada fue su despedida del club, una borrachera transmitida en directo. “No me arrepiento porque no le doy importancia a lo que la gente opina de los demás, pero no lo volvería a hacer”, acepta.

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